VÍCTOR MERCANTE EN SAN JUAN (1890-1894)

Víctor Mercante fue un célebre educador argentino, identificado con el auge del positivismo autóctono y reconocido por fundar una tradición pedagógica científica que buscaba apoyarse en los principios de la psicología experimental.

fue sin duda el educador argentino más reconocido de principios del siglo XX. Figura emblemática del positivismo autóctono, durante su desempeño en Universidad Nacional de La Plata -entre 1906 y 1920-, se hizo célebre por fundar toda una tradición pedagógica apoyada en los principios de la psicología experimental.

vamos a detenernos en un período anterior, menos estudiado, que va de 1890 a 1894, esto es, en los cuatro años que mediaron entre su graduación en la Escuela Normal de Paraná y su designación como director de la Escuela Normal de Mercedes. EL MÍTICO LABORATORIO DE PSICOFISIOLOGÍA Es muy poco lo que suele recordarse de la época cuyana de nuestro autor. Sin embargo, por contraste, hay un sólo hecho que ha sido exageradamente destacado, adquiriendo un carácter fundacional y, por ende, cuasi-mítico, ya que ha sido retomado y reproducido por buena parte de la historiografía de la disciplina. Nos referimos a la creación, por parte de Mercante, en 1891, de lo que habría sido el primer laboratorio de psicofisiología de América latina, constituyendo algo así como un sucedáneo local de lo que fue la creación del laboratorio de Wundt en Leipzig en 1871. En efecto, ya en 1919, en una de las primeras historias de la psicología elaboradas en nuestro país, José Ingenieros se refería a Mercante en estos términos: La primera investigación experimental fue iniciada en 1891, en San Juan, por Víctor Mercante, bajo el aspecto de psicología pedagógica; allí se inició un modesto laboratorio de psicofisiología y muy pronto pudo Mercante publicar los resultados de sus experiencias psicológicas (Ingenieros, 1919: 303). Si bien Ingenieros ya situaba a Mercante como iniciador de toda una tradición experimental, más bien ponía el énfasis en sus investigaciones, y apenas hacía alusión a un “modesto laboratorio” que -cabe recordarlo- estaba situado en una escuela secundaria. No obstante, en relatos históricos ulteriores, interesados en poner de relieve los orígenes de la psicología científica, ese humilde local terminaría convirtiéndose no sólo en un importante laboratorio, sino en el primero de América latina. Lo curioso de todo esto es que el propio Mercante, quien no pecaba de falsa modestia (ya que parecía no tener inhibiciones para destacar sus logros), en ningún pasaje de sus memorias consideraba que sus primeras investigaciones en San Juan hubieran sido realizadas en un lugar que mereciera el apelativo de “laboratorio”. Al mismo tiempo, el lugar que la historiografía iba a reservarle como “héroe fundador”, él mismo se lo asignaba a Horacio Piñero, “quien al organizar el primer Laboratorio de Psicología experimental en América latina despertó en nuestro país el interés por los estudios de ese carácter” (Mercante, 1927: 30). ¿CÓMO APRENDE UN NIÑO? Poco tiempo después de recibir su diploma de maestro normal, a fines de febrero de 1890, Víctor Mercante llegaba a San Juan, para hacerse cargo de la regencia de la Escuela Normal de esa capital, a la que asistían quinientos niños de las familias más distinguidas. Ante esa responsabilidad, el joven bonaerense sintió que su preparación científica y literaria era insuficiente y que hasta su lenguaje era pobre e incorrecto. Pero al no tener ningún curso a cargo, pudo dedicarse a la lectura: Parte de mi primer sueldo [de $ 250] lo giré para la adquisición de L’Uomo delinquente, La sociología criminal, libros de Sergi, Marre, Morselli, Lacassagne, Darwin, Topinard, Haeckel, Maudsley… que trazaban un rumbo a mis actividades, desde el momento en que descubría en ellos un método de trabajo aplicable a una pedagogía sin hechos en qué apoyarse. Inútilmente revolvía diccionarios y tratados; a Bain, Spencer, Siciliani, Bencivene, Dominicis, Barth, las revistas. No encontraba sino palabras y palabras […] (Mercante, 1944: 120). Ante esta situación en la que, según él, sobraban teorías y faltaban “hechos probados” en el campo de la pedagogía, Mercante comenzaría por dedicarse al estudio “experimental” de dos problemas: el de los orígenes del conocimiento y el de la conducta.

La pregunta fundamental que se le planteaba era cómo aprende el niño. Para empezar a responderla, ya en 1890 diseñó una “prueba experimental” con el fin de evaluar y comparar las “variables fundamentales”: la edad y la cultura. La prueba consistía en hacer que los alumnos redactaran composiciones en situaciones diversas, de tal manera que fuese posible identificar y medir las diferencias entre las distintas edades y los diferentes grupos. Cinco mil de esas composiciones constituyeron la materia prima de su primer libro, publicado con la ayuda de un préstamo bancario (Mercante, 1893). Ese trabajo, que no tuvo una recepción muy favorable en San Juan, trataba de extraer conclusiones didácticas a partir de innumerables observaciones. Pero, sobre todo, por oposición a la “ciencia libresca”, propugnaba una renovación pedagógica basada en la implementación de los llamados “museos escolares”. Siguiendo explícitamente el ejemplo de su maestro, Pedro Scalabrini, Mercante proponía la utilización didáctica de colecciones de fósiles, láminas y objetos diversos, susceptibles de atraer la curiosidad de los alumnos. Más aún, los mismos estudiantes debían involucrarse en la construcción de esas colecciones, convirtiéndose en protagonistas de su propia educación. De este modo, podrían enseñarse de manera práctica diversas asignaturas, como botánica, zoología, historia natural, geografía, literatura, historia y hasta matemática. Aquí es donde el niño forma el hábito de la observación, aquí es donde el niño conoce el mundo que le rodea, aquí es donde medita los fenómenos que se le presentan, aquí es donde forma el hábito de la sistematización, aquí es donde aprende a describir las cosas y los hechos […] (Mercante, 1893: 190). En ese sentido, para Mercante, que se situaba bajo los auspicios de Comte, Darwin y Spencer, de Ameghino y Scalabrini, los museos escolares eran todo un punto de partida para una nueva actitud positiva en el campo de la educación. Se trataba de una 349 “nueva escuela científica”, que él oponía a la “escuela clásica” en estos términos: “Primero los hechos, luego las palabras; es orden inalterable” (Mercante, 1893: 302). LA CONDUCTA, LOS GRUPOS Y EL VALOR DEL CÁLCULO Otro de los grandes temas que ya en esa época interesaban a nuestro autor era el de la conducta. En tal sentido, la cita que sigue resulta por demás elocuente: ¡La conducta! ¡Qué problema, en aquellas aulas con 50, 60 y 70 alumnos! […]. Expulsábamos y readmitíamos, pero no apagábamos aquel volcán en el que se mezclaban tercos, divertidos, tontos, perversos, truhanes, buenos, tranquilos, educados, graciosos, serios, locuaces, taciturnos. Era pues, la humanidad brutalmente amontonada en un salón para ser domesticada por un maestro (Mercante, 1944: 120). Esta situación, que el educador merlino calificaba de dantesca, habría sido lo que, según él, lo llevó a interesarse por “los fenómenos de la masa o grupo escolar”, calculando la influencia de diversos factores que incidían en los aprendizajes. En poco tiempo, esa inquietud habría desembocado en un plan de investigación para una “peología” o “pedología” (traducida luego como “paidología”), en la que la herencia, por un lado, y “la acción física, doméstica, social y escolar”, por el otro, iban a servir para esclarecer “los secretos de aquel caos” (Mercante, 1944: 123). En efecto, la masa, que en términos lebonianos aparecía como heterogénea, indómita e irracional, reclamaba un amo que la domesticara. Pero al mismo tiempo exigía un estudioso que la observara pacientemente, anotando, comparando y clasificando sus elementos, para elaborar “las normas del orden y de la armonía, indispensables para que la escuela fuera eficaz” (Mercante, 1944: 123-124).

En este marco, llama la atención el lugar que Mercante reservaba al cálculo, que se presentaba como un reaseguro contra el azar o contra la irrupción de lo inesperado. En cierto modo, gracias al cálculo, el hombre lograba dominar la naturaleza, elevándose por encima del reino animal. Para ilustrar este razonamiento, viene a cuento una anécdota que él relataba sobre su propio padre. En 1880, al volver de Italia empobrecido, luego de una extensa sequía que malogró un emprendimiento agrícola, un conocido lo convenció de utilizar el poco dinero que le quedaba para comprar una chacra cerca de Retiro. Cuando fueron juntos a concretar la operación, en un callejón oscuro, los supuestos vendedores le salieron al encuentro, le apuntaron en el pecho con un revolver y “lo despojaron del dinero que imprudentemente llevaba consigo”. Pero lejos de compadecerse de su progenitor, que iba de fracaso en fracaso, Mercante lo sentenciaba desde el determinismo del discurso científico: Faltaba a mi padre la comprensión de las cosas que enriquecen al hombre, porque lo precaven de las redes que el cazador tiende al incauto, para satisfacer las exigencias de su vida práctica. Fue por eso una víctima de la imprevisión, que confundía con la sinceridad. El cálculo, al medirnos, da la posición exacta que ocupamos en el espacio y permite que extendamos nuestras actividades sin peligro, hasta realizar los ideales que nos hemos forjado. […]. La pobreza, que tan tenazmente acompaña a ciertos individuos de voluntad y trabajo, es un error de cálculo, análogo al que comete quien suma términos positivos y cambia el signo del resultado (Mercante, 1944: 55). Por oposición a esta candidez del campesino humilde y estafado, incapaz de prevenir o planificar, nuestro autor destacaba la herencia recibida de su madre burguesa, que ya desde los doce años se había traducido “en un instinto alentador”, que prometía elevarlo, consagrándolo al estudio y al trabajo (Mercante, 1944: 56). Pero es claro que, para él, esta vía de superación debía pasar por la aplicación de la lógica y las matemáticas. En esa dirección, no es extraño que durante su estadía en San Juan se haya inscripto en la Escuela de Ingenieros dirigida por Leopoldo Gómez de Terán. Allí aprobó tres años completos, en los que cursó Álgebra Superior, Determinantes, Geometría Analítica y, por supuesto, Cálculo, materia que estaba a cargo del director, de quien admiraba “su exposición casi poética” (Mercante, 1944: 121).

REFLEXIONES FINALES Al llegar a San Juan, en 1890, Mercante acababa de cumplir veinte años; pero en esa tranquila región cuyana (imposible de no asociar al proyecto sarmientino), todo parece haberle sucedido muy rápidamente. Tan es así que, dos años después, además de escribir su primer libro, ya se habría casado con Julia Pozo, una joven pianista de dieciséis años, y habría sido padre del primero de siete hijos. Por otra parte, iba a iniciar una labor pública que no abandonaría durante el resto de su vida, asumiendo responsabilidades como vocal del Consejo General de Educación, antes de ser electo diputado provincial por la Unión Cívica, con apenas veintidós años. En ese acelerado tránsito de la adolescencia a la adultez, este joven admirador de Leandro Alem también había organizado un centro cultural -la Sociedad Sarmiento- y había sido electo presidente de la Sociedad Franklin, fundada por el autor del Facundo. Al mismo tiempo, había ensanchado sus gustos artísticos y literarios de un modo inesperado. Según él, “tan naturalista en el campo de la pedagogía, era un incorregible libresco en el del arte”, de tal suerte que fue reemplazando la lectura de las novelas de Zola y Daudet por las páginas de Rubén Darío, Gabriele D’Annunzio y Stéphane Mallarmé, mientras se apasionaba con la poesía de los simbolistas, los parnasianos y los decadentes (Mercante, 1944: 150-151). En todo caso, es claro que, en este período relativamente poco estudiado, además de posicionarse como un hombre público, Mercante ya había sentado las bases de lo que sería su obra posterior.

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